La locura termina (‘American Horror Story’)

Os voy a decir un secreto: American Horror Story es la leche. No conozco otra serie cuyo afán principal sea el de sacar del espectador un “joer, qué fuerte” tras otro sin reventar sus costuras ni cansar en el minuto 5. Ahí radica su gracia y su pirueta: en la facilidad que tiene para quebrar los límites, llevarte al vómito, ponerte boca abajo y hacer que, encima, disfrutes del mareo y pidas otra vuelta. ¿Eso quiere decir que es sensacionalista? Pues sí, mucho. American Horror Story (en España por FOX) se marca un golpe de efecto perpetuo, en una espiral enloquecida donde extraterrestres, crucifijos, nazis, lactancias y zombies caben en la misma frase. Esto la convierte en un producto que, desde luego, no gusta a todo el mundo. Pero dista mucho de ser minoritaria porque, más allá de su querencia por el shock, es entretenida e ingeniosa como pocas. ¿Recuerdan la primera temporada? Ésta es mejor.

Su propuesta histérica, esteticista y autoconsciente es la apoteosis de la posmodernidad, ese reciclaje incansable. Sin duda. Pero los cabroncetes de Falchuck y Murphy han mejorado la alquimia vitaminando la historia y logrando una extraña empatía emocional con sus criaturas.

(A partir de aquí, detalles de toda la segunda temporada)

Desechar la casa encantada para optar por Briarcliff -un psiquiátrico donde se reúne lo mejor de cada barrio- es un punto de partida perfecto para una pesadilla así. Claps, claps, claps. Si hace doce meses costaba encontrar justificación en los personajes para no abandonar la maldita mansión maldita, este año viene de suyo que una se crea Anna Frank, que otro asegure haber sido abducido por marcianos y que la de más allá se sienta cuerda cuando está más tarumba que Norman Bates. Los chalados son así: no necesitan justificación narrativa. De este modo han conseguido unificar las dos vertientes del terror: la sobrenatural (demonios y otros espíritus) y la psicológica (serial killers con infancias ensangrentadas y demás angelitos).

Además, la insania viene aderezada con imaginería cristiana y una machacona melodía en francés(1). A mí, como católico practicante, eso me divierte mucho porque, en efecto, puestos a hacer el Mal, el demonio ha de emboscarse entre los más iluminados. En ningún caso se trata de una crítica religiosa seria (algo más sobre esto al final de la reseña), sino simplemente de un otro argumento para agitar la coctelera de referentes, de William Friedkin a Emily Rose.

(1) Unos cachondos han editado el Youtube más largo de la historia: 12 horas con “Dominique” en bucle. Escuchen, escuchen.

Esto se traduce en una estética morbosa, turbia, donde el terror gana con la opresión de un Baircliff alucinado y blasfemo. Las escenas del exorcismo te ponen los pelos de punta y la monjita interpretada por la diabólica Sister Mary Eunice irradia una repulsiva desazón polanskiana. Todos los recursos visuales valen para alimentar la fogata: claroscuros violentos para el beso de la muerte, espejos deformantes y seres deformes(2), imágenes envejecidas, reporterismo vintage, grandes angulares, planos acrobáticos y hasta secuencias oníricas de musical. American Horror Story ha sido una de las series mejor dirigidas del año, punto.

(2) ¿Quién se esconde detrás de la inquietante Pepper? Ajajá.

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Eso incluye la dirección de actores. Desde el punto de vista narrativo, ya dijimos que la mayor originalidad de American Horror Story residía en el alumbramiento de un nuevo formato: la serie-miniserie. Refresco de historias y personajes… para un mismo género y ambientación. El tour de force es contar con muchos de los actores reubicándolos en nuevos roles, de modo que se genera -sobre todo al inicio de la temporada- un chocante juego de espejos, donde las actuaciones y los personajes aún retienen parte del halo de su anterior papel.

Jessica Lange, Evan Peters o Lily Rabe han seguido estupendos, mientras que Zachary Quinto o Dylan McDermott han mejorado su presencia, con papeles más jugosos y versátiles; el psicopateo les sienta bien a este par. También muy conseguida la solemne Frances Conroy, en especial durante su barriobajera presencia como reclusa, jaja. De los nuevos, es ya un clásico que el pobre Joseph Fiennes siempre parezca a medio cocer, pero esa sosería le sirve para transmitir bien su lucha interna entre la llamada de Dios y las corrupciones morales del hombre; tú eliges, majo: ¿suicidio, pecado, trullo o vergüenza? Por el contrario, Sarah Paulson y James Cronwell -en dos personajes que hacen de la mentira su forma de vida- tienen mucho de “culpa” para que esta segunda tanda haya goleado a la primera.

Con tanto nivel, no extraña que la nómina de actores se haya enriquecido con las apariciones de la ambigua Franka Potente (¿está loca o ha sobrevivido realmente el holocausto?), la ubicua Chloe Sevigny (últimamente aparece en todo: Louie, Portlandia) o el lunático Ian McShane (lo de crucificar al monseñor Timothy ha sido lo más enfermizo del año, touché).

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En conjunto, Asylum también ha sido superior a Enchanted Mansion por la limpieza del cierre. Tras un par de capítulos que podrían haber servido como season finale (y en los que van cayendo legionarios que, con acierto, no se resucitan), American Horror Story empaquetó la locura con un episodio más propio del melodrama que del terror, recogiendo así los frutos de la siembra emocional realizada. Uno tiende a empatizar con los personajes más apaleados y en “Madness Ends” (2.13.) el metraje se concentra en ellos: Lana Winters, Jude Martin y Kit Walker. Por eso nos deja excelente sabor de boca: porque todos los cabos se atan y, además, lo hacen de forma bella. Se transmite la melancolía de la pérdida en un baile en el salón de casa o en una visita a un parque donde te acarician la mejilla, al mismo tiempo que se integran misterios como la descendencia de Ms. Winters o las relaciones extraterrestres y sanadoras de los Walker. La finale funciona fetén porque abrocha tanto narrativa como emocionalmente.

Mediante un acertado empleo del flashback (dan ganas de ver todo el metraje periodístico de Lana, ¿verdad?), la serie ubica al personaje de Paulson como centro del relato y se guarda una inesperada bala que unifica todo lo contado con el presente, una línea temporal que, hasta el último capítulo, siempre había volado descolgada. En este sentido, deslizan un apunte interesante aquí: Lana es la triunfadora, sí, pero su carácter heroico queda sustituido por el egoísmo. El compromiso con la verdad y las ansias de denuncia eran máscaras de su ambición(3). Por eso su personaje es tan jugoso: porque las contradicciones son crueles y su afán de supervivencia pasa por maquinar la destrucción de su propio hijo.

(3) Hay un debate interesante sobre el mensaje ideológico que subyace en toda la serie, tras los sucesos de la finale. Lo citaban en un blog que ahora no logro encontrar, sorry. ¿Pasa la serie de contener un mensaje feminista a criticarlo? Me explico: si nos atenemos a los últimos planos, donde regresamos al primer encuentro de Lana y Sister Jude, parece que la culpa de todo el desastre desatado después tiene su raíz en la ambición de una mujer que quiso “adelantarse a su tiempo”, como le reprochan en varios momentos a Lana ‘Banana’. Convertirla en culpable de todo, como inquiere el cierre de Asylum, ¿no supone trasladar un mensaje ideológico que impugna los avances sociales de la mujer durante los años sesenta?

Toda la serie gasta una suerte de justicia poética, como escribe VanDerWeerf: “Las cosas que se hicieron en el nombre de la ‘Salud’, la ‘Ciencia’ y ‘Dios’ fueron cosas que, al final, marcaron a aquellos que las pusieron en práctica tanto como aquellos sobre las que se practicaron”. En el caso de Lana, ella actuaba en nombre de la Verdad; otra excusa más para acabar escribiendo con renglones torcidos.

Diamantes en serie