Papás, tulipanes y cintas de vídeo

Despedirse de alguien con quien tanto querías no es fácil. Ni en la vida ni en la tele. Mientras veía el final de Fringe (en España por Canal Plus) me acordaba mucho de mi padre. No, no le habría gustado este cierre. Era un cartesiano. Preferiría quedarse con el tsunami que se inició en Jacksonville (2.15) y se prolongó hasta la resurrección de una marioneta (3.9.). Lógico. Es un tramo imprescindible en la ficción televisiva moderna, donde Fringe compitió de tú a tú con todas las grandes propuestas de la década. Devorador impenitente de novelas de ciencia ficción, hace dos años le regalé a mi padre las dos primeras temporadas por Navidad; más tarde llegaría el pack de Battlestar Galactica. Ambas le apasionaron, aunque de Fringe se bajó al inicio de la cuarta temporada, tanto por su enfermedad como por la avería de la trama.

(Espoilers de toda la serie)

¿Por qué me meto en este jardín embarrado? Por dos razones. Por un lado, para ejemplificar la atadura sentimental que uno tiene hacia las series que alguna vez le han cautivado, hacia esos personajes que se le hacen cercanos y entrañables, de los que extrae espejos para su vida cotidiana; la heroica despedida de Walter me traía a la memoria la última llamada que mantuve con mi padre. Por otro lado, Fringe ha levantado durante cinco años una especie de oda a la paternidad. Las relaciones entre Peter y Walter han sido el corazón de la serie y el gigantesco remordimiento que machaca al científico genioloco (el colapso de los dos mundos) se compensa, en última instancia, porque logró mantener a “su hijo” con vida. De la misma forma, muchos de los casos autoconclusivos surfeaban la ola: actos extremos para salvar a la descendencia. La lucha de un padre por un hijo -algo tan antiguo como la propia humanidad- constituye la espina dorsal de esta serie que ha combinado la épica, el misterio, la sorpresa, la narratología, la emoción y el humor, Asgard.

No querría repetirme, pero hay que sacar el hueso al aire: los problemas de esta quinta entrega nacen en la recta final de su tercer año. Aquel relanzamiento de la trama tuvo efecto boomerang y provocó que nuestra inversión emocional con los personajes -alimentada durante 60 capítulos- se devaluara. De hecho, esta quinta entrega ha optado por la huida hacia adelante y, en lugar de continuidad, estos trece capítulos se entienden mejor como epílogo libre o spin-off.

Porque si analizamos los sucesos de este año en relación con las tres primeras temporadas, nos topamos con muchos agujeros narrativos. Hagan la prueba: revisen el piloto tras haber visto el final y comprobarán que estamos hablando de series distintas. No hay duda de que a Fringe le costó arrancar y encontrar su tono, pero es una lástima que no aguantara el ritmo de las Olivias alteradas y virara violentamente a estribor. Uno puede argumentar que los personajes evolucionan y las series son entes vivos que se van readaptando a las necesidades de la historia. Cierto. Pero, aún así, me temo que aquí no se trata de darwinismo sino de  confusión: tanta línea temporal y tanto apretar el botón de reset ha terminado desdibujando el paisaje, creando muchos Fringe distintos, como explica Pere.

De hecho, este año hemos asistido al Fringe más borroso (¿menos ambicioso?). Por ejemplo, yo he echado de menos un dibujo más preciso de los mecanismos totalitarios de esa nueva sociedad distópica (parece que este punto se agotó el año pasado, en el gran “Letters of Transit”, 4.19.) y creo que tanto la historia de Etta como el viaje interruptus al lado oscuro de Peter podrían haber dado más juego trágico.

Me gano una colleja de Mr. McGuffin, pero hay que masticar lo de las paradojas temporales, porque siempre florecen llenas de espinas. Aunque provoquen jaqueca, compensa reflexionar sobre ellas, en primer lugar, porque la misión de la crítica -incluso de un texto positivo y agradecido como éste- no se reduce a pasar la fregona; hay que rascar. Y, en segundo lugar, porque se trata del asunto nuclear -argumentalmente hablando- de esta temporada en Observerland. Son paradojas que autodestruyen la serie. El sapo es tan obvio que cuesta tragarlo: si los Observadores han sido borrados, ¿cómo demonios llegó Peter a nuestro universo? El resto de cuestiones las listan en Den of the Geek: ¿deberían haber respondido a todas las preguntas?

Hay quien arguye: no hay que darle más importancia, son licencias del género. Ahí discrepo; ya lo debatí aquí. Una cosa es una licencia y otra un shapesifter. Regreso al futuro o Terminator, dos películas que me flipan, amasan estas paradojas con solvencia, harinándolas como pacto de lectura, pero sin saltarse sus propias ingredientes. Sin estirarlas (perdón, cuando las estiran, en segundas y terceras partes, es cuando el pan se les enmohece). Mi padre también me solía citar algún Asimov o algún Heinlein donde las paradojas eran modélicas y no se desbocaban. Fringe, sin embargo, las ha acabado usando como mera excusa. Y no siempre fue así. Hasta el pinchazo de la tercera finale una de las claves de la serie de la FOX era precisamente su rocosidad argumental, su respeto por sí misma, sin juegos de manos ni humos negros. Sin vendas. Por eso es tan impresionante el arco narrativo que comienza en el 2.15., porque conduce la trama al límite, transmitiéndole al espectador el vértigo y la épica de asomarse al abismo sin cable de seguridad ni paracaídas. Relato directo y fascinante, mitología carnosa, ingenio a raudales en el “cómo pudo haber sido”, un tulipán blanco y personajes que multiplicaban su hondura a base de mirarse al espejo y pelear contra su otro yo.

Por eso, entre otras cosas, queremos tanto a Fringe. Por los riesgos que ha tomado. Por atreverse a mezclar el musical con el cine negro (“Brown Betty“), por jugar a Jekyll y Hyde entre un universo y otro, por algunos monstruos-de-la-semana realmente antológicos, por su simpática inventiva, por proponer a Chelsea Clinton como candidata presidencial o, incluso, por homenajear hace unas semanas a los Monthy Python en esta secuencia (5.9.):

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Y, por encima de todo, por Walter Bishop, un tipo inolvidable, con su regaliz, sus tripis, sus despistes, sus inventos, su melancolía, su temor de Dios y su titánica lucha contra el Destino.

Durante cinco temporadas, a pesar de sus bandazos, Fringe demostró -como con los tripulantes de la Galáctica o los escarceos de Mulder y Scully– que cualquier historia de calidad, por mucho género que siembre, pone el ancla en los conflictos de los personajes. En los humanos. En sus miedos, sus amores, sus dudas y sus anhelos. De ahí que funcione tan bien la clausura de Fringe desde el punto de vista emocional, a pesar de lo facilón de algunos elementos. Como si fuera una carta de despedida a los fans, como dicen en Series a la parrilla, Fringe recupera motivos visuales (los bichejos que masacran a los Observadores), argumentos (el cristal para “mirar” el otro lado, el cortexiphan) y personajes (Lincoln Lee, Bolivia) para el último adiós. Si eso lo salpimentamos con el tono elegíaco de Giacchino y el “es un bonito nombre” de Walter… voilá, tenemos un cierre que toca la fibra sensible y nos hace poner en cuarentena los errores. Esta mirada de un padre hacia su hijo obtiene cualquier redención:

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El capítulo favorito de mi padre era “White Tulip” (2.18). Una joya. Lo revisamos juntos las pasadas Navidades, quizá también por nostalgia de lo imposible.

Yo también te quiero, Walter.

Diamantes en serie