No me puede gustar una historia de la que no entiendo las motivaciones de sus criaturas. No, no pretendo que un personaje sea un ente matemático y dibuje un periplo de fría limpieza cartesiana. No. Entiendo que la vida -y los roles bien escritos hierven de vida- puede resultar contradictoria, caprichosa y algunas veces irracional. Es lo que tiene la naturaleza humana, tantas veces puñetera y abismal. Sin embargo, incluso en estos casos de personajes zigzag, es posible reconstruir los porqués, encontrar una línea de puntos que rellenar, por sinuosa o deforme que parezca. Esto es: se puede explicar el capricho, la contradicción o la irracionalidad si un personaje está bien anclado narrativa y psicológicamente.
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Mi problema con Top of the Lake, la aclamada (aclamadísima) apuesta kiwi del Sundance Channel con Jane Campion al frente, es que carece de ancla. Sus personajes flotan por el relato, dejándose llevar por los vientos de cada capítulo. Es algo que me suele ocurrir con la tan publicitada -y a estas alturas del partido, ya bastante domesticada- etiqueta “indie”: cuando sus personajes comienzan a hacer el imbécil para decirse cuánto se aman y se comportan como si habitaran una inacabable melodía de Belle & Sebastian, me pierden para su causa. No les entiendo… porque no pretenden ser entendidos, sino despertar “sensaciones” y llevar eso de “otra forma de mirar el mundo” hasta el paroxismo. Uf. Supongo que vengo marcado porque cuando vi El piano a los 15 años ya me pareció un artefacto preciosista y pretencioso. Top of the Lake -desde una historia bronca y moralmente aterradora- despierta las mismas sensaciones de fatiga “indie”… pero con peña que se odia en lugar de amarse.
Y lo peor es que la serie debuta con un par de capítulos muy poderosos. El escenario -bellísimamente fotografiado- hace que quieras preparar las maletas y apuntarte a cursos de maorí para emigrar cuanto antes a semejante Edén. Aún más, el lago y las montañas saben multiplicar la ambigüedad moral -enfermiza y traumática- que atraviesa todo el relato: una de las escenas más inolvidables de la miniserie certifica cómo la hermosura del paisaje puede acariciar el infierno. La premisa, a pesar del eau de The Killing que desprende (como comentan Marina y Alberto), tiene la suficiente personalidad para emanciparse de sus referentes. Aquí emerge una Nueva Zelanda inesperada y curiosa, llena de sabor, que combina macarras moteros, mansiones con vistas al lago, traficantes tatoo, polis refinados, canoas en cada esquina, tiendas de campaña, ninfómanas sui generis, maltratadas en fase zen y contenedores a las puertas del paraíso donde habita una comuna feminista, el hueso más dislocado del relato.
Y, por último, en los dos primeros capítulos también encontramos un plantel de actores bastante sensato: una minimalista y atormentada Elizabeth Moss, un salvaje y atormentado Peter Mullan y una iluminada (no, esta no está atormentada, probablemente por lo que se fuma… sí todo su maltratado entorno) Holly Hunter con gaznate de legionario. Sin embargo, conforme avanza el relato, las actuaciones de los dos últimos se vuelven histriónicas y malgastan credibilidad y empatía. El Matt Mitcham de los últimos arrebatos es un trampantojo, una autoparodia; las homeopatías verbales de GJ no varían su dosis, por lo que carece de evolución dramática y, a la postre, de interés. Honestamente, nunca he terminado de comprender ni la fascinación que despierta en sus pupilas ni las cosas tan raras que hacen ahí esas señoras (y la niña de la guitarra, claro).
No es casualidad. La historia pierde fuelle conforme avanza la trama y eso salpica en todas direcciones, incluso en la vertiente ideológica que supuestamente pretendía reflexionar sobre el triángulo poder-violencia-deseo en una sociedad machista. En concreto, se antoja especialmente desafortunado el quinto capítulo, cuando el guión descarrila convirtiendo los misterios que abruman a cada personaje en recursos de telenovela (*). A partir de ahí, la historia intenta contrarrestar con efectismo lo que le falta en coherencia, hasta llegar a un final histérico, supuestamente intenso, pero muy poco satisfactorio, que deja cabos sueltos y sensación de déjà vu.
(*) Spoilers aquí, cuidado: toda la trama de los recuerdos de la violación de Robin resulta bastante barata. Pero hay más: por ejemplo, ese rollo de que nos ponemos a zumbar en medio del bosque y aparecen unos tipos a grabarnos con sus móviles, esa otra de que mi novio Johno llega al rescate cuando estamos pescando y me han tendido una trampa, el clásico tipo carcomido que se flagela, el también clásico adolescente pirado (que aquí colecciona huesos), esos sonidos serpeantes -la animalidad del hombre, subrayan- de la pequeña Tui tras disparar o, ay, el giro final que remeda aquello de “Luke, yo soy tu padre”. Se les va la mano. Mucho.
Aunque se me haya desinflado, Top of the Lake confirma una tendencia que ya es norma: el aterrizaje de cineastas de prestigio en el ámbito televisivo. Un medio cada vez más atractivo para desarrollar historias con sosiego y explorar determinados conflictos que reclaman una temporalidad expandida. De rebote, sus siete horas de metraje -una historia cerrada- han reabierto un debate interesante: aquí y acá lo discuten, precisamente a raíz de la propuesta de Jane Campion. ¿Cuánto debe durar una historia? Y, más importante aún, ¿es posible importar el modelo de negocio de temporada corta y/o miniserie que convierte, por ejemplo, a la televisión británica en un hervidero?
El tiempo y los éxitos dirán.