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Misterio y verdad en ‘Broadchurch’

El relato serial -más que cualquier otro- descansa sobre una promesa: la de sentido. Si, encima, el gatillo de la historia es un crimen por resolver, entonces dicha expectativa adquiere rango de  contrato: uno acude cada semana a la cita a cambio de un striptease narrativo que garantice el despelote del misterio antes de la bocina.

Sin embargo, ya empieza a convertirse en norma que los émulos de Twin Peaks y Forbrydelsen se queden con la ropa interior puesta tras tanto bailoteo. “Importa el viaje”, “el medio es la meta”, “el trayecto es un fin en sí mismo” y demás pintalabios. Y yo, que soy un racionalista vicioso para estas cosas (¡qué le vamos a hacer!), como que necesito que la resolución del misterio también esté como un tren. Necesito un final a la altura. Ahí es donde también derrapa Broadchurch, la última sensación de los hijos la Gran Bretaña.

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Durante estas semanas que han coincidido estos mellizos en pantalla, uno esperaba que el Mitcham de Top of the Lake saltara en cualquier momento a patear pederastas en la tranquila localidad costera de Broadchurch. O que, de repente, el bueno de David Tennant apareciera en canoa para llevarse a cenar a Elizabeth Moss y exorcizar juntos sus demonios internos. Porque ambas series comparten estructura narrativa, protagonistas de pasado oscuro, un espacio con lectura metafórica, garrapata localista, ansia estética y, vaya, un sonoro gatillazo en la clausura.

 Aún así, podemos disparar a la platea, como haría Bogart: Broadchurch, con esa imperfección que solo los británicos saben camuflar y convertir en viento a favor, resulta muy superior al arabesco de Jane Campion. Por la sencilla razón de que los personajes exhalan más vida. Sin tanto postureo ni tanta intensidad fingida; al contrario, con un aroma a “vecino de enfrente”, a peña normal sometida a la pesadilla del asesinato.

 Acogida con entusiasmo (de crítica y público) como la respuesta británica al nordic noir, Broadchurch es una serie que se disfruta. Sin duda. No solo por la trama (que, como veremos, tiene sus esquirlas) sino por los personajes, bien interesantes. El “enigma Latimer” sacude al pequeño pueblo provoca que todos -sin excepción- aprendan más sobre sí mismos y sus relaciones con los demás. Todo el mundo esconde un cadáver en su armario y el pasado emerge arrasando a su paso, unas veces de forma cruel y otras catártica.

El dolor de una familia ante la pérdida más terrible -la de un hijo- se presenta con empaque emocional y un evidente intento estético (ralentizaciones visuales, énfasis musical, paisaje de vértigo), pero en el fondo late la verdad de la pena. Ahí es donde la proverbial cantera de actores británica sabe dar con el gesto revelador, la mirada adecuada, la desolación de una palabra. David Tennant se va humanizando conforme la tragedia se oscurece, la estupenda Jodie Whittaker brilla en la desesperación  y la rabia y, sobre todos, destaca la frescura de la gran Olivia Colman, ya testada en Peep Show, Twenty Twelve o Exile.

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(A partir de aquí, espoilers)

El misterio y el carrusel de culpables (a ratos, esto parecía el Cluedo a la hora del té) agarra por el pescuezo al espectador, pero en el último capítulo se desinfla, por lo simplón del asunto. Un pueblo en jaque, una exclusiva en tabloide nacional, un penoso suicidio y un amago de ataque al corazón… y resulta que el asesino de Danny Latimer era el marido de la detective Miller. Sobran alforjas. Y falta motivación. Porque, en un intento por “empatizar” con el asesino y extender esa idea de que la gente buena también puede tener un traspiés, resulta que Joe Miller ni siquiera era un pederasta fetén, sino un tipo que buscaba un abrazo. Un hombre con conciencia, al fin y al cabo. Por eso, precisamente, no me trago su arrebato para estrangular al chaval y su obstinación en esconder sus huellas. Un tipo así, con conciencia moral, habría cantado en el capítulo uno, más aún sabiendo que las sospechas salpican a su hijo y que duerme con el imperio de la ley… Todo muy patillero.

Pero también hay que concederle a Broadchurch astucia en el último capítulo. Conscientes de que la trama se les había pinchado, gastan el grueso en explorar las consecuencias emocionales de esa sorpresa final. Y ahí es donde, en parte, se redime y recupera el esplendor de toda la serie. Conforta la apuesta por el perdón del reverendo Coates, acongoja el arrebato de ira de la detective Mitchell, y duele, porque lo comprendemo, el escupitajo que le suelta Beth, la verdadera víctima.

Porque es lo mejor de esta propuesta de la ITV. Ver cómo los personajes van creciendo, tejiendo complicidades y sospechas, cómo las miradas sirven para la trampa del suspense, pero también para ir amasando la complejidad de este microcosmos humano de la bella costa de Dorset. Algunos secundarios -de nuevo esa imperfección british- dejan un retrato acartonado y muy de recurso de guión (el fontanero Nigel, la hermana de Ellie), mientras que otros sí que amplían la resonancia de la trama en direcciones sorprendentes. Desde el pobre y viejo Jack, con su políticamente incorrecta historia de amor, hasta el enérgico sacerdote de la parroquia.

Este último es un ejemplo ideal de lo que discutía aquí hace unas semanas, al hablar de la fe en televisión: sin necesidad de resultar pastoral ni moralista, la presencia del reverendo Coates multiplica el alcance de la historia y hace más interesante al dolorido matrimonio protagonista. ¡Por supuesto! ¡Porque los conflictos existenciales resultan atractivos desde el punto de vista dramático! Con mucha razón Beth le increpa sobre por qué Dios ha permitido algo así, porque es una pregunta muy humana, tan vieja como la humanidad, esa que cuestiona la razón del sufrimiento. Otro ejemplo: un diálogo religioso provoca que los Latimer sepan ver en el nuevo bebé un regalo para sobrellevar la muerte de Danny. La fe como conflicto y evolución dramática, sin estridencias ni agenda oculta. Me gusta. A eso me refería hace unas semanas.

Por todo esto funciona Broadchurch, a pesar de sus arrugas y sus cepos. Porque, en el fondo, es una serie honesta, que trata de reflejar a gente normal en condiciones anormales, trágicas. Las vidas de un puñado de personas con un misterio y muchas verdades por resolver.

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