No puedes ser un gángster a medias, Nucky

Los felices años 20 maduraron bailando charlestón y chorreando sangre.

Hasta ahora, Nucky Thompson se había caracterizado por combinar ambas: una rosa en el ojal, un paseo por el mirador de Atlantic City y fiestas de postín y oro; el yang -el gángster- iba por dentro. Su vertiente social (esto es, política) era una fachada para sus contrabandos, sus ajustes de cuentas y sus negocios sucios. Puño de hierro, guante de seda. ¿O era al revés? Las manos de Nucky las ensuciaban sus legionarios, gentes de ralea como Owen Slater, Chalky White o Eli Thompson. Barrenderos de las mierdas del poder, el crimen que esconde su sonrisa. Porque Nucky Thompson era un político, un hombre que se desvive por y para la comunidad. Ja.

Durante las dos primeras temporadas, Boardwalk Empire (en España por Canal Plus) ha explorado esta ambigüedad entre respetabilidad y juego subterráneo. No olvidemos, además, que el personaje interpretado por Steve Buscemi es, en el fondo, un sentimental: en sus inicios llora a su esposa fallecida, se apiada de la pobre Margaret Schroeder o consiente demasiado a James Darmody.

Es precisamente este último quien, ya en el piloto, le escupe la frase que ha actuado de leitmotiv (y reclamo comercial) durante toda esta tercera temporada: “You can’t be half a gangster, Nucky. Not anymore“. Una sentencia que ya sobrevolaba en el inesperado final del año pasado. De hecho, todo el traqueteo de esta tercera temporada se condensa en esta jaspeada promo -Nucky recoge el arma y se la guarda- que regresa a la noche, la lluvia y el perdón:

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El mayor miedo de los espectadores era comprobar si Boardwalk Empire podría aguantar el tirón tras el sobrecogedor cierre del 2011. Despejemos la incógnita rápido: la serie de Terence Winter ha superado el bache con sobresaliente. A ratos, como en los dos últimos capítulos, con matrícula de honor.

En los primeros compases de este año me temí lo peor. Sin embargo, me he dado cuenta de que se trata de una marca de la casa, porque me ha ocurrido en las dos entregas anteriores. Boardwalk Empire, como Treme, cobra pleno sentido dramático y emocional cuando echa la persiana. Carece de esos picos que sí regalan relatos más explosivos como Homeland (el genial 2.5. de este año) o Breaking Bad (con su ya mítico 3.7., por ejemplo). No. Aquí el espectador necesita perspectiva, acumulación y lectura global. Si aceptas el precio, los beneficios retornan muy suculentos. Es inevitable sentir que las líneas argumentales viajan dispersas, desconectadas y que hay que pagar el peaje de ese ritmo moroso durante los 5 ó 6 primeros capítulos para después, ¡pum, pum!, saltear la historia a cañonazos y empaquetar todas las tramas. Vamos, lo que viene siendo recoger los frutos… y los cadáveres.

(A partir de aquí, espoilers)

Pero la estructura funciona, vaya si funciona. El último tercio de esta temporada ha rozado la perfección del género. Desde la dinamita de “The Pony” (3.8.), Boardwalk Empire entra en un terreno de lucha sin cuartel que, si no me falla la memoria, deja el mayor número de fiambres por minuto en una serie no bélica. Y mira que esta noria ha alcanzado grotescas cotas de violencia en años anteriores; bien, este año las ha superado. Aquí las recuentan.

Las chaladuras de Gyp Rosetti (excelente Bobby Cannavale en su mezcla de animalidad y limitación intelectual) convertían cualquier aparición suya en una olla a presión a punto de estallar(¹).  Si a eso añadimos la eficacia samurái de un Richard Harrow, las sangrías en Tabor Heights, los ímpetus de un Capone, las cajas “de regalo” de un Masseria, los suicidios inducidos por un Gaston Means(²) o los planchazos de un Van Alden, eh, bueno, emerge un cuadro clínico con salvajismo psicótico e indigestión de hemoglobina. Algo más a este respecto. Quitar de en medio a un protagonista como Jimmy Darmody ha provocado una curiosa sensación en el espectador: ya no es descabellado que cualquiera -excepto personajes históricos como Capone o Luciano– sea borrado del mapa, lo que multiplica la tensión de cada encontronazo. (No sé, por ejemplo, ¿y si Capone se limpia a Chalky en el boxeo del final? ¿Y si Nucky saca del tablero a la ahora ya irrelevante Mrs. Schroeder en lugar de pedirle que ejerza de coartada matrimonial? De hecho, jamás vi venir el hachazo contra el Manny Horvitz, uno de los roles más magnéticos del curso anterior).

(1) ¿El problema de su personaje? Lo que les ocurre a tantos villanos premium (estoy pensando en el Quarles de Justified): que sus excesos los acaban convirtiendo en máscaras de opereta.

(2) Me ha costado seguir el tejemaneje político en torno a Means (reluciente Stephen Root), Daugherty y demás tiburones untados, francamente. Al final resulta decisivo para la venganza de Thompson contra el vampiro Rothstein, cierto, pero en el camino siempre he tenido la sensación de espesura en la trama. Mea culpa, seguro.

De las brutalidades anteriores, la más divertida fue, sin duda, la de Van Alden, un personaje tobogán. Fascinante en su mórbida obsesión del primer año, aburrido en su idiotez del segundo y plenamente redimido en esta tercera entrega. Concentra tanto antiheroísmo y bromas del destino que uno no puede más que quererle con locura. Además, su evolución simboliza muy bien uno de los grandes conflictos en los que ha profundizado Boardwalk Empire durante estos 12 capítulos: la tensión constante, imposible, “entre tener y querer”, como explican en TV.com.

La idea es más vieja que la pana pero, oye, también tienen derecho a sufrir la infelicidad en la América de la prohibición, ¿no? Aunque se les haya ido la mano en el tramo medio -exceso de telenovela en los triángulos que conforman Nucky, Margaret y sus respectivos affaires-, la historia ha reflejado muy bien la insatisfacción vital de todos los personajes. Todos quieren lo que no tienen… ni pueden tener. Van Alden huye del crimen y la prohibición para acabar reclutado por ambas; Nucky aspira a mantener su doble vida (tanto amorosa como profesional) y en ambos casos le fuerzan a escoger: vuelve resignado con Margaret y abraza el gangsterismo en pleno; Owen quería escapar con su querida y acaba en una caja; Margaret parece una Bovary cualquiera y regresa, pobretica, a la casilla de salida; la viscosa Gillian -esa mantis(³)– busca ejercer de madre y todo se le va al garete de forma patética; Harrow pretende la normalidad de una familia, pero el destino, el puñetero destino y su lealtad canina hacia los Darmody, le reclama para empresas más peligrosas.

(3) Uno de los capítulos más turbadores fue el de Domingo de Pascua (“Sunday Best”, 3.7.), sobre todo por la enfermiza jugada de Gillian con el pobre chavalín que se parece a su Jimmy. Como dijimos el año pasado, ella es la delicia freudiana para los críticos. A mí me superan Edipos y Electras, simplemente constato el desasosiego que produce ver cómo, tras esa máscara de madame gélida, se agazapa una mente tan, tan dañada que genera tristeza. ¡Hasta en eso Nucky tiene culpa por haberla “vendido” al Comodoro cuando apenas era una cría! Por cierto, Winter confirma en esta entrevista que el personaje de Gretchen Mol sí vive.

 Precisamente Harrow es el mejor ejemplo de cómo tramas dispares se integran a la perfección en el poderosísimo capítulo final. Excepto la pena de no poder despedirnos de Van Alden y la exagerada carcajada de los periodistas ante el alcalde, “Margate Sands” (3.12.) culmina un crescendo emocional y bélico que confirma a Boardwalk Empire como una de las grandes. Por si quedaban dudas. La enérgica dirección de Tim Van Patten brilló especialmente en la que se convertirá en la escena más famosa de la temporada. Harrow, siempre Harrow. Revisen de nuevo el juego de planos y movimientos de cámara en esta suerte de ballet justiciero:

 

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La trágica poesía que exhala Harrow emparenta con la imposibilidad vital de Nucky. Una complejidad atormentada que sale a relucir, de forma tan caótica como brillante (con muchos ecos de Los Soprano) en el onírico episodio 3.9. (“The Milkmaid’s Lot“), la golosina de Buscemi para competir los Emmy. Empresario o gángster, político o gángster, hombre… o gángster. ¿Quién es Enoch Malachi  Thompson realmente?

Este año le ha disparado en la nuca a un joven timador al que en el fondo aprecia (“Blue Bell Boy“, 3.4.), ha perdido los papeles como un adolescente enamorado, ha sentido debilidad y desamparo cuando todos -excepto Eli, otro personaje redimido que ha ganado muchísimo empaque- le daban la espalda y, al final, se ha visto obligado a remangarse para empezar a pegar tiros en su propia casa (¿qué habrá sido del leal Eddie?) antes de pedir auxilio a Chalky (“Two Imposters“, 3.11., otro de los mejores episodios de toda la serie).

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Tras la tempestad, siempre vuelve la calma. Nucky ha vencido. Anda por el paseo marítimo de Atlantic City. Le reconocen, pero no responde. Se quita la flor del ojal.

Gángster o gángster. Full gangster.

Nucky Thompson ya ha decidido.

Diamantes en serie